Viaje al fondo de la mente
Cifras alarmantes: suicidios, depresión, estrés. Cada cierto tiempo reflota en los medios de comunicación la pregunta: ¿Estamos frente a una crisis de la salud mental en Chile? El problema es peor que eso, ya que no se trata de una situación o periodo puntual, sino que crónicamente tenemos un alto porcentaje de personas afectadas. Por eso, enfrentamos un gran desafío para educar a nuestra población y también a las autoridades, respecto de la magnitud del impacto de estos temas.
*Este artículo es parte del dossier sobre salud mental, "Mentes al límite", de Revista Universitaria nº153. Ir al especial aquí.
El tema de la salud mental se ha ido tomando los medios de comunicación: se habla de un incremento de la frecuencia de la depresión entre los chilenos o de los trastornos de ansiedad; de que estamos rodeados por un aumento del uso, abuso y dependencia de sustancias que, a su vez, nos remite a otro gran problema social: el narcotráfico y sus consecuencias. También leemos acerca del envejecimiento de nuestra población y, con ello, de las patologías crónicas como las demencias, con toda la carga que esta situación significa para familiares cercanos y la sociedad en su conjunto. Y los ejemplos se siguen sumando.
Pero, ¿de qué hablamos cuando nos referimos a este tema? ¿Existe una diferencia entre “enfermedad” y “trastorno”? ¿Cuáles son las dolencias más frecuentes? ¿Cómo configurar un diagnóstico?
Entender lo que es salud mental no es tan evidente como pudiera parecer en una primera lectura. En un extremo tenemos la aproximación que define la salud como la “ausencia de enfermedad”, es decir, una perspectiva negativa. En el extremo opuesto la visión positiva de la Organización Mundial de la Salud, que la conceptualizó hace más de medio siglo como “un estado completo de bienestar físico, mental y social”. Ambos conceptos acotarían esta discusión al ámbito del funcionamiento de la mente.
Sin embargo, existen otros enfoques como el estadístico, que asocia la enfermedad con la aparición de fenómenos infrecuentes; o el basado en la búsqueda de alteraciones biológicas específicas. Estas son propuestas válidas, pero criticables, por ser en ocasiones arbitrarias o restrictivas respectivamente.
Para efectos de nuestra comprensión intentaremos dar una explicación relativa a las funciones implicadas. Por lo tanto, entenderemos “mente” como el conjunto de procesos emocionales, motivacionales y cognitivos que, de forma consciente o inconsciente permiten el mejor funcionamiento de un individuo para cumplir sus necesidades biológicas, psicológicas y sociales. En la misma línea, consideraremos que existe un trastorno o enfermedad mental cuando un individuo no puede satisfacer eficientemente, de manera parcial o completa, las necesidades descritas de una persona.
Con esta perspectiva, no es tan relevante la diferencia entre las dos definiciones, ya que se está aludiendo en los dos casos a una alteración en la función. Pero desde otro enfoque se suele hacer el contraste. Muchos autores reservan tradicionalmente la palabra enfermedad para referirse a aquellos procesos patológicos, con un claro e identificable sustrato biológico.
En el ámbito psíquico con frecuencia no es evidente una alteración biológica sobre la base de una disfunción mental. A su vez, el concepto en sí de patología trae aparejado una mayor carga de elementos que pudieran generar discriminación de algún tipo. Por ambas razones se tiende a hablar más genéricamente de trastornos mentales que de enfermedades.
Lo que sienten los chilenos
Es importante tener en consideración que la presencia de síntomas psíquicos no es un indicador de trastorno o enfermedad mental. Por ejemplo, el temor es una emoción que nos permite prepararnos física y mentalmente para enfrentar situaciones de riesgo o de mayor exigencia, mejorando nuestras posibilidades de éxito. Por ende, en ese caso se trata de un mecanismo exitoso. Se puede decir lo mismo de una serie de otros fenómenos que todos vivimos en nuestra vida cotidiana, como puede ser la angustia ante ciertos problemas, la tristeza ante una pérdida o incluso la respuesta de estrés ante desafíos acotados. En todos estos casos, se trata de reacciones proporcionales y adaptativas al medio. Se hacen patológicas cuando impiden nuestra capacidad de enfrentar las demandas de la vida e incluso la limitan.
En Chile y el mundo progresivamente se ha puesto foco en el bienestar psíquico de las personas. Al hacerlo, hemos encontrado que un porcentaje importante tiene limitaciones o dificultades relevantes.
Aunque debemos ser cuidadosos con las comparaciones entre países, debido al uso de metodologías diferentes u otras variables, por otra parte, es útil hacerlo para tener una perspectiva global. Así, por ejemplo, la prevalencia de trastornos mentales alcanza en Chile entre un 22% y 30% por año, cifras similares a países como Estados Unidos (Vicente et al., 2016), pero mayores a lo observado en Europa, en torno al 20% (Alonso et al., 2004). La prevalencia anual de esta problemática en la población infanto-juvenil alcanza en Chile un 38% –si se considera que un 15% de nuestros niños y adolescentes padece de síndrome de déficit atencional (Vicente et al., 2012)–. Estos números se ubican en el rango alto en comparación con otros países latinoamericanos.
Por otra parte, el suicidio en Chile, expresión clara del impacto de las afecciones mentales en algunas personas, se ha incrementado desde siete casos por cada 100.000 habitantes por año, hace un par de décadas, hasta cerca de 13 casos por 100.000 habitantes por año (WHO, 2016). Este aumento es un poco superior a la tasa mundial que bordea los 11 casos por 100.000 habitantes por año (World Bank Group, 2019).
Al parecer, estamos peor que las tasas mundiales, las cuales ya son alarmantes; esta sola constatación debe ponernos alerta. Las mayores prevalencias anuales son para los grupos de trastornos ansiosos (fobia, trastorno de pánico, trastorno por estrés, trastorno obsesivo-compulsivo, etc.), trastornos del ánimo (depresión, distimia y trastorno bipolar) y el uso y dependencia de sustancias. Entre niños y adolescentes prevalecen los trastornos del comportamiento (trastorno oposicionista-desafiante, síndrome de déficit atencional, etc.).
Junto a lo anterior, en la actualidad cobran importancia los cuadros de demencia como la enfermedad de Alzheimer, que afecta principalmente a los ciudadanos mayores de 60 años (alrededor de un 8% de estos). Este es un problema de difícil manejo que en los próximos años solo irá creciendo, en la medida que se vaya incrementando el envejecimiento de la población.
Acerca de los métodos de diagnóstico
Los datos epidemiológicos descritos hablan de la magnitud del problema; sin embargo, nada dicen del proceso de identificación y diagnóstico. Este tema no es trivial ya que, a diferencia de otros problemas de salud, se trata de recursos y cobertura disponible, lo cual comparativamente en Chile está debajo del promedio de los países miembros de la OCDE (OECD Stats, 2018; Errázuriz et al., 2015) y también de la disposición de los afectados a pedir ayuda. Lamentablemente, en la mayor parte de los cuadros psicóticos, dependencia de sustancias, trastornos de alimentación, demencia, entre otros, los pacientes tienden a no reconocer sus dificultades como tales. Por eso, es posible que no pidan ayuda, aunque tengan la posibilidad de hacerlo, o incluso que la rechacen.
Cuando finalmente se consulta es indispensable obtener un diagnóstico lo más correcto posible, ya que de esto dependerá que las intervenciones sean las adecuadas. A la fecha, la base del diagnóstico sigue siendo la entrevista clínica, y este es el estándar para gran parte de los casos. Aunque a la mayoría de los pacientes se les piden una serie de exámenes de sangre, radiológicos o electroencefalográficos, estos tienen el objetivo de descartar trastornos metabólicos, hormonales, infecciosos, tumorales, etc., que puedan estar originando o contribuyendo a los síntomas mentales observados. No permiten, por ende, confirmar un diagnóstico.
Por cierto, la búsqueda por exámenes que puedan confirmar positivamente un diagnóstico clínico no ha cesado, y se investigan activamente distintos frentes, siendo los más prometedores los basados en marcadores genéticos y en neuroimágenes funcionales. En el caso de los primeros se trabaja en el establecimiento de correlaciones entre genes y cuadros clínicos, ámbito en el que se han establecido algunas correlaciones más que con trastornos, con algunos síntomas en particular, por ejemplo, síndromes alucinatorios. Por ahora este ámbito está circunscrito a lo experimental y falta para tener un kit de uso clínico.
En el caso de las neuroimágenes funcionales, se han ocupado diversas técnicas, las más importantes ligadas a la medicina nuclear. Entre ellas el SPECT (single photon emission computed tomography) y el PET (positron emission tomography). Se trata de técnicas no invasivas que miden la distribución de glucosa, marcada con un radiofármaco de duración ultracorta, en diferentes tejidos, como el cerebro. El conocimiento de dicha distribución permite saber si existe actividad aumentada o disminuida. La información obtenida es analizada computacionalmente y se construye una imagen que representa los diferentes niveles de funcionamiento con escala de colores: rojo, naranjo y amarillo significan un aumento de la actividad metabólica; en tanto, verde y azul indican una disminución de la misma.
Con la comparación de los patrones conocidos de la actividad metabólica normal se puede llegar a saber cuáles son las áreas alteradas. Aunque estas coloridas imágenes son espectaculares, es importante recordar que se trata de una representación construida a través de algoritmos matemáticos y no una imagen real. Aunque estas son de utilidad en la investigación, aún son de limitado uso en el ámbito clínico. Esto porque los trastornos mentales son heterogéneos en los patrones funcionales cerebrales asociados, de manera que un diagnóstico por esta vía no está validado empíricamente. Su uso se restringe a discriminar distintos tipos de demencia y a evaluar el daño ocasionado por el consumo de sustancias, como la cocaína.
Un mal crónico
Ante la pregunta de si tenemos una crisis de salud mental en Chile, entendida esta como una situación que impacta en un tiempo acotado, la respuesta debiera ser negativa. La problemática actual es más grave que eso, ya que no se trata de una situación o periodo puntual, sino que crónicamente tenemos un alto porcentaje de la población afectada, lo que se asocia a altos costos personales, laborales, sociales y económicos, impactando nuestra sociedad desde diversos ámbitos. A eso se suma que lo que invierte el país, per cápita, en salud mental está por debajo de la media de lo que invierten los países de la OCDE en prevención, detección y tratamiento de este tipo de trastornos.
Enfrentamos un gran desafío para educar a nuestra población, y también a las autoridades, respecto de la magnitud del impacto de estos temas. Para producir un cambio cultural y social que mejore el escenario para las próximas décadas se requiere un esfuerzo multidisciplinario y consistente en el tiempo.
*Actualización:
El efecto postpandemia en la salud mental de los chilenos
EN 2020 fueron publicados los resultados de la tercera edición del “Termómetro de la Salud Mental en Chile ACHS-UC”, un estudio longitudinal, con una muestra aleatoria de 1.400 individuos, representativa de la población nacional urbana entre los 21 y los 68 años. Su objetivo es evaluar los efectos en el tiempo de la pandemia en la salud mental de los chilenos. De acuerdo al estudio, un 32,8% de las personas presentaron síntomas asociados a problemas de salud mental. Además, en la escala específica sobre temas relacionados a la depresión, un 46,7% de las personas presentó sospecha de esta patología en algún grado.
Estas cifras se ven corroboradas por el estudio Ipsos, que señala a Chile como el segundo país en el mundo que más ha empeorado su salud mental en pandemia. Entre las causas de este empeoramiento están la cuarentena, la soledad, el temor frente a la enfermedad y la pérdida de un ser querido sin poder despedirlo, lo que ha redundado en sentimientos de miedo, agobio, angustia, ansiedad, estrés, insomnio y depresión, con un alto nivel de incidencia.