¿Es la democracia el nuevo antiguo régimen?
‘Boludo, somos el Antiguo Régimen’ se lamentaba con incredulidad un amigo argentino la mañana siguiente de la arrolladora victoria de Javier Milei en el balotaje presidencial de hace casi un año. Me pareció una analogía ingeniosa con la etapa tardía del absolutismo francés, aunque atribuible a quien, abrumado ante un futuro incierto, buscaba respuestas en excesos retóricos. Tal vez por ello me incomoda tanto que, en los últimos días, esa imagen vuelva una y otra vez al intentar buscar explicaciones a la también arrolladora victoria de Donald Trump.
Son muchas las causas detrás del resultado electoral norteamericano, como la persistente incapacidad de la administración Biden de comunicar sus muchos logros o el improvisado reemplazo del candidato demócrata solo meses antes de las elecciones. También lo explican la inflación, los índices de delincuencia, la epidemia del fentanilo, el colapso del sistema migratorio o la obsesión progresista por las causas identitarias. Y aun así, cuando se las contrasta con el liderazgo y trayectoria de Trump, inevitablemente emerge una interrogante mucho más profunda que estas explicaciones contextuales o parametrizables: ¿es la democracia para muchos norteamericanos el nuevo Antiguo Régimen? Esta sola posibilidad parece sombría, pero el abrumador apoyo electoral a un criminal convicto que incitó una insurrección hace cuatro años y que hoy día declara la posibilidad de actuar como dictador el primer día de su nuevo gobierno, a lo menos, parece advertir una creciente indiferencia o desconfianza del electorado hacia algunos de los pilares centrales de la democracia liberal.
En su formulación más básica, la convivencia democrática descansa en la coexistencia de instituciones públicas responsables ante el electorado y en un complejo entramado de contrapesos institucionales destinados a limitar el ejercicio del poder. En muchos sentidos, el proyecto político de Trump representa precisamente una negación de muchas de estas ideas. Su liderazgo impredecible y personalista, que expresa insistentemente su subjetividad como verdad pública y demanda un caricaturesco culto a la personalidad, se asemeja más a una forma de legitimación política que Max Weber llamaba liderazgo carismático que al apego a las reglas constitucionales que se espera de las autoridades electas. Así lo han advertido numerosos colaboradores de Trump durante su primer mandato, incluido su exvicepresidente, al presentarlo como una amenaza para la democracia.
¿Cómo explicar entonces el desenlace electoral norteamericano? Una primera posibilidad, que a pesar de su burdo simplismo ha resonado en muchos analistas, es ridiculizar al electorado, sugiriendo que éste ha preferido alternativas en directo detrimento de sus intereses. Imágenes como ‘feministas, afroamericanos u homosexuales por Trump’ procuran retratar esta sátira, a la que desde Aristófanes se ha recurrido para intentar explicar comportamientos electorales aparentemente irracionales. En algunas de sus versiones más elaboradas, ellas correctamente apuntan a que el votante promedio no está mayormente preocupado de la política, no la sigue en forma atenta ni se interesa activamente en comprender sus complejidades. (...)