La esperanza se asoma en tiempos de desilusión y nostalgia
Uno tras otro, los escándalos de corrupción han golpeado a nuestra puerta, desvelando una realidad que no escapa a ningún color político y minan la confianza puesta en quienes se dedican al servicio de lo público en nuestra sociedad chilena. A pesar de que somos conscientes de que no todos están involucrados y de que existen hombres y mujeres que entregan lo mejor de sí en la política nacional, los hechos tienden a desilusionarnos de las personas y del sistema, experimentándonos impotentes y exacerbando el individualismo, en donde cada uno se salva solo.
Para los cristianos, además, se suma el fenómeno de la creciente disminución de quienes declaran pertenecer a una denominación religiosa y, en cambio, prefieren mantenerse en los márgenes de las iglesias y de las prácticas institucionalizadas. De hecho, para los católicos, con una fuerza particular nos ha tocado ir asumiendo que la llamada cristiandad quedó hace bastante rato atrás, que la nostalgia de tiempos pasados que no volverán de nada sirve y que la nueva situación, propiamente de misión y primer anuncio del Evangelio, nos desafía a ser Iglesia de un modo nuevo. En medio de la desilusión y la nostalgia escuchamos en la liturgia de estos días de Adviento textos bíblicos que entretejen las imágenes de una comunidad preñada de esperanza y alegría. Los textos nos señalan el cumplimiento de las promesas: "suscitaré a David un vástago legítimo que hará justicia y derecho en la tierra" (Jr 33,15); "Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción y vístete las galas perpetuas de la gloria que Dios te da" (Bar 5,1). A la vez, nos ponen a la expectativa de un advenimiento que se acoge con la cabeza en alto: "Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, cobren ánimo y alcen la cabeza; se acerca su liberación" (Lc 21,28). En efecto, no es en primer lugar la espera de algo, sino de Alguien que renueva la realidad. Esta esperanza no se funda en que las cosas vayan sucediendo aparentemente bien o a nuestro favor, sino en que lo definitivo está en manos de Aquel que siendo el Hijo de Dios ha tomado nuestra carne, en que muriendo por nosotros ha resucitado de entre los muertos y en que nos ha prometido que volverá al final de los tiempos con su justicia y misericordia. (...)
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