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Una Reflexión Semanal

Evangelizar, tarea primera y siempre vigente de la Iglesia


Foto de Nicolás Madrid y Silvana Salvatierra
Matrimonio de misioneros y catequistas itinerantes en la Araucanía
"Todo el mundo debería poder experimentar la alegría de ser amados por Dios, el gozo de la salvación. Y es un don que no se puede conservar para uno mismo, sino que debe ser compartido" (Papa Francisco, en la Jornada Mundial de las Misiones 1).

"¡Ay de mí si no anunciase el Evangelio!" (1 Co 9,16). La revelación nos muestra que la tarea evangelizadora de la Iglesia brota del amor divino que ‘quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad’ (1 Tm 2,4), lo que no es menos que la comunión plena con el Padre, por el Hijo en el Espíritu Santo. Para esto el Verbo Eterno se ha hecho hombre: para que el mundo se salve por él. La obra de Jesús es revelar a los hombres, en su realidad concreta e histórica, el amor desbordante del Padre transmitiendo su propia vida divina por medio del Espíritu.

Este es el origen de la Iglesia, su naturaleza y misión: prolongar en el tiempo la obra de Jesucristo, extendiéndola por tiempos y lugares, alcanzando y transformando a los hombres y sus culturas, instaurando y edificando en medio de la historia humana el don del Reino de Dios.

Desde sus orígenes apostólicos, y a lo largo de los más de 20 siglos de su existencia, los discípulos han llevado adelante el mandato de Jesús de anunciar a toda la creación la Buena Nueva de este Reino (cf. Mc 16,15); y lo han hecho no sin problemas, persecuciones, errores y pecados, pero siempre gracias al Espíritu Santo, que tiene la fuerza de sobreabundar en gracia ahí donde abunda el mal. La Iglesia lleva a cabo su misión en todo su quehacer y de muy diversos modos: educando, estudiando, celebrando el misterio pascual en la riqueza inagotable de la liturgia; tanto en la oración
silenciosa de los monasterios como gastando zapatos recorriendo territorios recónditos; asistiendo a los necesitados y predicando con fuerza esperanzadora y acogedora el kerigma de Jesucristo vencedor de todo mal.

Aparece, así, la Iglesia como sacramento universal de salvación (LG, 48), es decir, como signo que hace presente el poder que tiene Dios para redimir y santificar a la humanidad, por medio de personas concretas que en sus propias debilidades y flaquezas muestran los méritos de Jesucristo (cf. 2 Co 12,9), y que por su testimonio y acción van salando e iluminando el mundo (cf. Mt 5,13-14). (...)


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