Reflexión de Navidad
“No teman. Miren, les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo; hoy les ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre”. (Lc 2,11-12)
Es Navidad, ha nacido Jesús, el hijo de Dios, quien se hizo hombre para salvarnos del pecado. Podríamos haber esperado una manifestación extraordinaria pero nació niño, vulnerable; en un pesebre, humilde y sencillo; rodeado de animales, pastores y sabios que luego de un gran trayecto supieron reconocer la señal que les fue dada.
En la lectura del evangelio de san Lucas se nos invita, como a los pastores, a no temer ante la cercanía de Dios, a alegrarnos y a reconocer el signo de su presencia: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.
No parece un signo muy espectacular como para la salvación que necesitamos. Sin embargo, un niño es siempre señal de ternura, de esperanza, de humanidad. Frente a un niño se bajan los escudos, se vuelve a lo simple, se apela a lo frágil, lo vulnerable y desde ahí suele surgir la esperanza que nos conecta con nuestra edad de niños. Así ocurre en la micro o en la calle donde con frecuencia podemos ver las reacciones sencillas de gente seria que sonríe frente a un niño. Este es el gran signo para los pastores: un niño. Un niño puesto en un pesebre –un comedero de animales–, significando desde ya que ha venido a ser nuestro alimento. Que su ternura y la entrega de su vida serán fuente de nuestra salvación.
“El Hijo de Dios, viniendo a este mundo, encuentra sitio donde los animales van a comer. El heno se convierte en el primer lecho para Aquel que se revelará como «el pan bajado del cielo» (Jn 6,41). Un simbolismo que ya san Agustín, junto con otros Padres, había captado cuando escribía: «Puesto en el pesebre, se convirtió en alimento para nosotros» (Serm. 189,4).” (Francisco, Admirabile signum, 2019)
No es una torre de Babel que llega al cielo, no es una victoria aplastante en el combate, no es el mar abierto por la mitad ni la montaña humeante de Sinaí. Es un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. ¿Qué te dice este signo? Que a Dios no se le conquista por la soberbia humana de Babel; que la victoria del Reino no deja vencidos, no es violenta; que la libertad no está en escapar de Egipto sino en tener alguien por quién dar la vida; que Dios está con nosotros y lo podemos mirar a los ojos, tomar en brazos. Dios se ha hecho hermano para salvarnos.
Los invito en esta Navidad a estar atentos al signo de la presencia de Dios. Acerquémonos al pesebre con sencillez para encontrarnos como hermanos. Ahí llegan primero los pastores, porque desde su pobreza se encontraron a Jesús a su lado. Llegan los reyes, que movidos por su amor a la verdad atraviesan desiertos, dejan comodidades y doctrinas que ofrecían seguridad para seguir una estrella. Llegan los curiosos, los buscadores de paz, soñadores que parecieron intuir una música celestial “gloria en el cielo y en la tierra paz”. A Belén llega el cielo y la tierra, llegan pecadores y sabios, llegan pobres y ricos, llegan de cerca y de lejos, de la ciudad, del campo, de provincia, con distintas vocaciones y oficios, con distintas sensibilidades y caracteres. El Niño los atrae a todos, e invita a llamar a los que faltan. Nadie se arroga el puesto principal porque lo tiene el Niño, quien a su vez no lo reivindica. María y José se encuentran al centro de la escena y están tan admirados como cada visitante por la obra que Dios está haciendo en ellos y en todos. Por eso desde el centro se vuelcan a acoger a todos, especialmente a quien está más lejos, a quién quedó en la entrada.
Ahí en Belén todos somos hermanos. Ninguno ha traído al Niño, ninguno lo posee, nos ha sido regalado. Ahí la fraternidad es simple, no empaquetada de burocracia o de etiqueta, ahí se siente en casa el rey mago y el pastor y tú y yo. Ahí el Niño está feliz de ver cumplida la fraternidad para la que ha venido.