Educar es un acto de esperanza
Imaginemos la siguiente situación: tres docentes de instituciones de educación superior católica se reúnen para una entrevista. Cada uno debe responder la misma pregunta: ¿Cuál es la mayor esperanza que usted tiene respecto de la educación que imparte? El primero responde: “Contribuir a formar buenos profesionales”. El segundo dice: “Ser la mejor institución frente a las necesidades del país y la región’. El tercero afirma: “Alcanzar el Reino de Dios”.
Mientras que las dos primeras esperanzas son muy nobles y buenas, la esperanza del tercer docente es la mejor. No sólo porque incluye y supera a las anteriores sino porque manifiesta el destino último al que se dirigen nuestros anhelos, la felicidad total en comunidad con Dios mismo. Aquí es bueno recordar qué significa, concretamente, esperanza. Santo Tomás de Aquino enseña que la esperanza tiene como meta un bien futuro, arduo pero posible, al que accedemos por la asistencia de Dios y en el que pueden colaborar otras personas (Suma Teológica II, II, Q17). ¿Qué significa esto?
El mejor bien futuro que podemos esperar es la comunidad con Dios mismo, “la vida que es realmente vida” (Benedicto XVI, Spe Salvi 31). Creemos que esto es factible, pero sabemos que es demandante. Nos exige esfuerzo, por ejemplo, revisar cuál es nuestro tesoro, dónde tenemos el corazón (Mt 6, 21). Por otra parte, a lo largo del camino, Dios sale a nuestro encuentro y nos ayuda, muchas veces directamente, y otras veces mediante personas que nos ‘dan’ esperanza, escuchándonos, compartiendo su ejemplo, recordando esta promesa de eternidad. (…)
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