La Iglesia nació de un soplo
La Iglesia nació de un "soplo", como Adán. Nació el día en que un grupo de personas paralizadas por el miedo, atrincheradas en una casa con las puertas cerradas para defenderse del mundo exterior, fueron embestidas por una ráfaga de "viento recio". Y esta Iglesia se hizo conocer por los cuatro costados del Imperio Romano, cuando todas aquellas personas se sintieron lanzadas por el viento fuera de la casa, y empezaron a hablar en un lenguaje comprensible para todos, el lenguaje del Amor.
En Pentecostés celebramos el nacimiento de una Iglesia, de una comunidad que no se está quieta, ni a la defensiva, ni siquiera protegida, sino que camina y sale al encuentro de las gentes.
Jesucristo, quien había "salido" del Padre, para cumplir una tarea, nos encarga una misión como seguidores suyos: "como el Padre me envió, yo les envío". Su Espíritu no nos quiere dentro, ensimismados, reunidos ni autorreferenciados, sino más bien fuera, en medio del pueblo, entre la gente, a la intemperie.
Como canta el obispo poeta Pere Casaldàliga, al viento del Espíritu se abren de par en par las puertas del Cenáculo, para que la comunidad de los seguidores de Jesús siempre pueda estar abierta al mundo, libre
en su palabra, coherente en su testimonio, insuperable en su esperanza. Ese mismo espíritu que penetró en Jesús y sopla en todas partes barre los miedos, quema los poderes, echa en las cenizas la arrogancia, la hipocresía y la lujuria, alimenta las llamas de la justicia y la liberación, purifica la Iglesia a través de la pobreza y el martirio. (…)
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