El nuevo mundo y su extrañeza
Al recibir el Premio Nobel, Gabriel García Márquez evocó a Antonio Pigafetta, el cronista del viaje de Hernando de Magallanes –de cuya expedición se conmemoran 500 años–, como “el origen de nuestras novelas de hoy”. En esa época surgieron también otros autores tocados por lo real maravilloso, como si el Viejo Mundo no estuviera preparado para recibir al Nuevo y solo pudiera reaccionar con extrañeza. Lo invitamos a leer el siguiente artículo de la edición número 160 de la Revista Universitaria.
Uno de los aspectos más sugerentes de las crónicas del llamado Descubrimiento reside en el gran poder de suscitación poética que anima, a veces de manera fugaz, pero siempre muy intensa, descripciones o reflexiones motivadas por una “vivencia de la extrañeza”. En su memorable ensayo La primera visión de América (1965), Ángel Rosenblat planteó así estas cuestiones: “El conquistador de América se encontró con una naturaleza y con costumbres e instituciones nuevas. ¿Qué imagen proyectó esa realidad en su retina europea? ¿Cómo fue dando nombre a las cosas, a los lugares, a las instituciones?”.
Al encontrarse con lo nuevo, Colón le dio nombres viejos a lo que observaba: llamó “almadías” a las “canoas”; antes de conocer la palabra “cacique” designó a los señores indígenas como “reyes”. Como no podía ser de otro modo, “hizo entrar la realidad nueva en los marcos tradicionales de la propia lengua”.
Antonio Pigafetta, el testigo magallánico
No hay marco histórico más vistoso que el primer viaje alrededor del mundo para desplegar la mirada extrañada de los europeos ante el Nuevo Mundo. La aventura iniciada en Sevilla el 10 de agosto de 1519, continuada en septiembre desde Tenerife por 265 tripulantes al mando de Hernando de Magallanes, y terminada en Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522, por 18 sobrevivientes de la empresa, ahora dirigida por Sebastián Elcano, tuvo en Antonio Pigafetta a un testigo y narrador privilegiado.
Verdadero catálogo de asombros y extrañezas, página a página se revela en su relato un don de observación y una curiosidad sin término ante el espectáculo del mundo que quiso mostrar a quienes, dice, “no se contentan solo con saber y entender las grandes y admirables cosas que Dios me ha concedido ver o sufrir en la escrita, larga y peligrosa navegación, sino que quieren conocer aún los medios y modos como conseguí solventarla”.
Antonio Pigafetta (1480-1534) fue un explorador y geógrafo italiano de origen noble y el cronista del viaje de Hernando de Magallanes-Sebastián Elcano. Su relato es el archivo definitivo de la travesía y principal fuente de la información registrada sobre descubrimientos geográficos, climáticos de flora y fauna y pueblos originarios.
Entre lo mucho que vio resalta una multitud de rarezas de la fauna, de la geografía y de las características de los grupos humanos, de costumbres tan peregrinas que darían lugar al despliegue más libre de lo imaginario. Su relato –publicado por primera vez en francés en una versión abreviada, en 1525– fue una cantera de novedades para cronistas posteriores, y ha seguido siéndolo, como dijo García Márquez en su conferencia ante la Academia sueca, en diciembre de 1982, porque es cierto que en “este libro breve y fascinante (...) ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy”.
La multiplicada sorpresa del encuentro con una fauna tan extraña ha llevado a algunos de sus exégetas a decir que hay demasiado aire de fábula en su relato. Sin embargo, debe reconocerse que en los pasajes aludidos el cronista ha sido animado por todo lo que veía y oía en lenguas incomprensibles y hasta sentidas como extravagantes. Por lo mismo, aquellas palabras suscitaron extraordinarias figuraciones que alentaron y vivificaron para él –como ahora para nosotros– las más diversas mociones poéticas.
Es frecuente también en sus páginas la relación de situaciones o noticias insólitas, próximas al género de lo fantástico. Anotaré dos de ellas. Cuenta Pigafetta que un viejo piloto de Maluco le habló de la existencia de una isla cercana llamada Arucheto, en la que los hombres y las mujeres no eran más altos que un codo y cuyas orejas eran tan grandes como ellos mismos, pues en la una hacían sus lechos y con la otra se cubrían, como con una manta. “Van afeitados y desnudos del todo – cuenta Pigafetta–, corren mucho, tienen la voz muy fina, habitan en cavernas subterráneas y devoran peces y una sustancia que se oculta entre las cortezas y los troncos. Pero no le fue posible al autor ver in situ a esos singulares personajes: “Por las fortísimas corrientes y los bajos no fuimos hasta allí”.
En el viaje de retorno y en las cercanías de Borneo, vio y se sorprendió con esto: “Hay también árboles cuyas hojas al caer están vivas y andan. Son hojas aproximadamente como de moral, aunque menos largas. Encuéntranse también pedúnculos (tallos) por todas partes: el pedúnculo tiene solo dos patas, es corto y puntiagudo, carece de sangre y huye cuando alguien choca con él. Durante nueve días tuve a uno guardado en una caja. Cuando la abría, daba vueltas en torno a ella. Pienso que no viven sino del aire”.
En la práctica de las intertextualidades productivas sobresalen en Hispanoamérica varias obras poéticas memorables, originadas en las incitaciones poéticas que nos ocupan. Mencionaré solo algunas de ellas. Pablo Neruda tuvo presente a Pigafetta al escribir su memorable poema “El corazón magallánico” (escrito en 1941 o 1942 e incorporado posteriormente al Canto general), según he tratado de probarlo en una nota reciente. Otras muestras de esta naturaleza y muy reveladoras las encontrará el lector en el libro de Ernesto Cardenal El estrecho dudoso (1966), y en algunos de los poemas de José Emilio Pacheco como “Crónica de Indias” y “Manuscrito de Tlatelolco”, que suponen, respectivamente, subtextos de Bernal Díaz del Castillo (español que participó en la conquista de México) y de Ángel María Garibay (sacerdote católico e historiador mexicano que vivió entre los años 1892 y 1967).
Hay múltiples posibilidades en libros como el de Pigafetta que debieran animar a nuestros escritores, y aquí acojo el reclamo del poeta español Antonio Gamoneda (Premio Cervantes 2006) por la desatención a la poesía originaria de América que se advierte en nuestra literatura; y agrego que en este caso se trata de fuentes harto más directas y accesibles para todos, porque fueron escritas en castellano y comenzaron a circular muy pronto en repetidas traducciones.
La fabulación imaginaria para recrear el nuevo territorio
Tal como en los escritos de Antonio Pigafetta, hasta muy adelantado el siglo XVI, objetos y seres desconocidos del Nuevo Mundo recibieron nombres viejos o fueron descritos por otros destacados autores a través de sorprendentes, variadas e imaginativas aproximaciones.
El sumario de la Natural Historia de Las Indias, redactado en 1526 por Gonzalo Fernández de Oviedo (español, 1478-1557), es un anticipo de novedades y un catálogo de extrañezas dedicado a Carlos V, pidiéndole que no mirara “sino en la novedad de lo que quiero decir, que es el fin con que a todo esto me muevo”. Y decir lo desconocido enfrentaba a lo indecible, para lo cual no había más recurso que la comparación o las fórmulas tópicas o la fabulación imaginaria.
El sumario de la Natural Historia de Las Indias, redactado en 1526 por Gonzalo Fernández de Oviedo (español, 1478-1557), es un anticipo de novedades y un catálogo de extrañezas dedicado a Carlos V, pidiéndole que no mirara “sino en la novedad de lo que quiero decir, que es el fin con que a todo esto me muevo”.
Así, la denominación de lugares y de sus accidentes revela el mismo proceso de reconocimiento por medio de la palabra, como lo explica María Rosa Lida (1910-1962), autora medievalista y clasicista argentina: “¿No es California el nombre de una isla que figura en Las sergas de Esplandián, que es el quinto libro del Amadís de Gaula? ¿Y no son los gigantes patagones (“capaces, como dice Pigafetta, de comer de una vez una cesta de bizcocho y beberse de un trago un balde de agua”) el recuerdo del monstruo Patagón, que aparece en la novela de caballería Primaleón (1512)?”.
Esta inferencia acerca del nombre “Patagonia” ha sido recientemente confirmada con sabios y desplegados argumentos por el erudito investigador argentino Javier Roberto González (Anales de Literatura Chilena, N°32, 2019).