Juan Carlos Castilla: "ECIM se ha convertido en un faro para la conservación marina"
La Estación Costera de Investigaciones Marinas (ECIM) de la Universidad Católica en Las Cruces, surgió hace cuarenta años producto de la necesidad de contar con un lugar para la investigación marina. Esa curiosidad científica la llevó a transformarse, a poco andar, en una de las primeras áreas marinas sin intervención humana de Chile, demostrando los efectos del ser humano en el ecosistema y ayudó a crear el modelo de Áreas de Explotación y Manejo de Recursos Bentónicos, que fue incluido en la ley de Pesca de 1991. Su fundador, Juan Carlos Castilla, recuerda los inicios y también comparte su visión para el futuro, con foco en la formación de una cultura marina en el país.
“¿Por qué una estación de investigaciones marinas aquí en Las Cruces?”, pregunto. Al frente mío está Juan Carlos Castilla, Premio Nacional de Ciencias Aplicadas y Tecnológicas 2010, y académico de la Facultad de Ciencias Biológicas de la UC por más de 50 años; de fondo, el océano Pacífico en todo su esplendor. “¿Cómo nació la idea?”, agrego. “Por necesidad”, me responde.
Sentados justo al frente del moderno edificio que alberga la Estación Costera de Investigaciones Marinas (ECIM) -perteneciente a la Red de Centros y Estaciones Regionales (RCER UC)- de la Universidad Católica, que este año cumple cuatro décadas de vida, el profesor Castilla recuerda los inicios, mucho antes que esta estación estuviera siquiera en mente: “Cuando volvimos a Chile un grupo de estudiantes doctorados en el extranjero, que nos habíamos decidido por la línea de la biología marina, llegamos a investigar en ecología marina a Alameda con Portugal, a la Casa Central de la Universidad, en pleno centro de Santiago”. Así que comenzaron a recorrer la costa: el centro y centro-norte del país se convirtió en una de su bases de operaciones.
Surge la pregunta de investigación
Era la época entre 1975 y 1980, en plena crisis de la pesca artesanal, producto de la extracción por buzos y mariscadores de orilla, y la apertura a los mercados internacionales, que abrió indiscriminadamente las exportaciones de los mariscos. “Los pescadores se dieron cuenta que ya no podían extraer los recursos en la misma cantidad que lo hacían antes”, dice el investigador y agrega: ”A mí, lo que me interesaba, era entender desde la ciencia básica cómo están estructurados esos ecosistemas y de allí extraer conclusiones científicas y de manejo pesquero”.
Ahí fue cuando el ser humano entró en juego como parte de la ecuación. “Era un actor más, ni malo ni bueno. Me interesaba entender como interactúa este ser humano con las comunidades naturales, en qué medida esas interacciones estaban causando distintos tipos de dinámicas”. Por ejemplo, en Los Molles y en la pequeña caleta Hornos, se dio cuenta que al moverse un km hacia al norte, donde ya no había población, a simple vista los recursos aumentaban en cantidad y en tamaño. “Allí me empezó a carcomer la curiosidad respecto de cuál sería el efecto del ser humano en esos sistemas”, recuerda.
“Pero no teníamos laboratorio, ni espacios costeros naturales protegidos como para hacer los experimentos”. Así, la necesidad de contar con instalaciones costeras protegidas para investigar se transformó en una necesidad urgente”.
Revisa un extracto de la entrevista realizada a Juan Carlos Castilla (Realización audiovisual: Jaime Romero, Unidad de Divulgación del Conocimiento, VRI)
Comienza la búsqueda
Con el apoyo de la universidad -en esa época bajo el rectorado de Jorge Swett- y financiamiento que consiguieron de una agencia canadiense -International Development Research Centre (IDRC)-, Juan Carlos Castilla y quien había sido su profesor y “maestro”, Patricio Sánchez, iniciaron la búsqueda de un terreno donde se pudiera construir una estación marina con fines científicos.
Recorrieron buena parte de la costa central de Chile, arriba de un antiguo Land Rover, desde Santo Domingo por el sur hasta Papudo por el norte, en la región de Valparaíso. Había varios requisitos: debía encontrarse máximo a 200 km de distancia de Santiago para poder ir y venir en plazos de tiempo razonables; localizarse en un área relativamente prístina, con poca intervención humana; y estar disponible para comprar o solicitar en concesión. Por si fuera poco, además debía ser una puntilla rocosa.
“¿Por qué?”, pregunto. “Porque las puntillas rocosas son muy especiales en Chile: son tremendamente productivas. Hay mucho oleaje y los recursos que nos interesaban -como el loco, el erizo o las algas comerciales- estaban ahí, al igual que los pescadores”, responde el investigador.
Después de cerca de un año y tras algunos intentos fallidos, la búsqueda resultaba infructuosa. “Hasta que un día visitamos Las Cruces y nos dimos cuenta que el lugar lo habíamos tenido todo el tiempo delante de nuestras narices”, dice.
Era una puntilla que reunía prácticamente todas las condiciones y en la que además habían trabajado muchas veces, realizando observaciones y experimentos. Se la conocía como “Punta del Lacho”, porque hasta allí llegaban las parejas para ver la puesta de sol, “una de las mejores de todo Chile”, añade el profesor.
Nace la estación
Tuvieron que empezar de cero. En ese tiempo no había nada: ni casas, ni agua, ni luz. En unos siete a ocho meses levantaron la primera estación, “un montón de palos parados”, recuerda. “Lo primero que se construyó fue algo menos de 300 m2, le dimos mucha importancia a extraer agua de mar, para lo que levantamos una torre que permitiera almacenar unos 4 mil litros de agua, y por desnivel, poder circular esa agua”. Tener agua de mar era algo esencial para contar con estanques donde mantener las especies marinas y hacer observaciones. “Pero para mí, el laboratorio real estaba abajo, en las rocas”, afirma.
De esta manera Juan Carlos Castilla fue el primer director de la Estación, durante 14 años. Y una de sus primeras acciones fue cerrar su perímetro. “Pusimos una reja en ambos bordes, norte y sur, y tratamos de pedir permiso, pero nos dijeron que tardaba mucho tiempo, así que lo hicimos a la mala. Hablamos con los pescadores, les hicimos entender lo que tratábamos de hacer y tuvimos una cierta protección, hasta que pudimos conseguir los permisos y extendernos un poquito hacia el mar”, cuenta.
El objetivo era observar qué sucedía con los recursos marinos en un entorno sin intervención humana. Como conocían la zona y habían investigado en ella, tenían el conocimiento y la información para poder comparar entre ambos periodos, antes y después del cierre. “Empezamos a armar una base de datos que ya lleva más de cuarenta años”, afirma.
Esta fue, en Chile, una de las primeras experiencias en que se excluía una zona de la intervención humana, con acopio sistemático de información del antes y después de la exclusión. Así fue como esta extensión costera, de menos de un kilómetro cuadrado, se convirtió en una de las primeras áreas marinas protegidas de Chile.
Se crea un modelo
Al principio fue difícil. Recién al quinto o sexto año se logró iniciar los trámites para contar con una reserva marina. La Punta del Lacho era un lugar muy apetecido por los pescadores, pero con el tiempo se dieron cuenta de los beneficios que tenía la exclusión de esta zona, especialmente para ellos: constataron que después del cierre, el loco, los erizos, las lapas, los pejesapos -todos los recursos que antes extraían, y cuyas poblaciones habían disminuido, no solo se habían repoblado, sino que en algunos casos, había más que antes. “Era una demostración de que el ser humano causaba un impacto”, afirma Juan Carlos Castilla.
Aquí precisamente nació el modelo de Áreas de Manejo y Explotación de Recursos Bentónicos (AMERB), de gran relevancia en las pesquerías artesanales nacional y ejemplo mundial de un sistema de co-manejo pesquero. “Tratamos de convencer a las autoridades que si se incorporaba a las comunidades en estas áreas, ellos mismos podrían cuidarlas”, dice y agrega: “En ese tiempo no había Congreso, no había comisión de pesca. Había dictadura. Pero convencimos a la gente de IFOP (Instituto de Fomento Pesquero) y otros personeros de Gobierno, de que era un modelo factible de implementar, con los resultados de las experiencias en ECIM y en un par de caletas artesanales”.
Entre 1987 y 1990, aún con recursos de la agencia canadiense y con apoyo de un Fondecyt (Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico), Juan Carlos Castilla inició un proyecto para “mudarnos del mundo chico e ideal de los investigadores, en Las Cruces, al mundo real de los pescadores artesanales y respaldar las experiencias realizadas con ellos, con información previa experimental”.
Así llegó a Quintay y al Quisco, ambas caletas con mucho liderazgo y bien organizadas. “Conversamos con los pescadores y les dijimos lo siguiente: nosotros vamos a hacer un esfuerzo para convencer a las autoridades de pesca que les den exclusividad de acceso exclusivo de extracción de locos en un área de 50-100 hectáreas; será una experiencia realizada en conjunto, para que podamos demostrar que en un área trabajada entre pescadores y técnicos, tiene una potencialidad de manejo”, dice. Y hace hincapié en que la clave era darle una cierta exclusividad de extracción en el manejo de los locos a los pescadores. “Es muy importante que esto se hacía en conjunto, porque los pescadores saben más que los científicos, mucho más”, dice con humildad.
¿Cómo funciona? Juan Carlos Castilla lo explica en simple: “Esto es justo lo opuesto a una veda. No es que no vayamos a sacar locos por cinco años. Es todo lo contrario: vamos a planificar la extracción de locos de una forma racional y más organizada, en función de cuántos hay en el fondo Marino de la AMERB. Los participantes (socios del sindicato), de la caleta se tienen que poner de acuerdo en cuántos van a extraer”. Se trataba de realizar rotaciones de las áreas de extracción, dentro de la AMERB, y así permitir y potenciar los procesos de repoblación natural.
Era la primera vez que esto se hacía en Chile y existían muy contados ejemplos similares en el mundo, y no todos ellos exitosos.
El experimento funcionó. “Los pescadores fueron los mejores cuidadores de su área”, dice y agrega: “Fue un éxito y logramos que el modelo extractivo de co-manejo se integrara en la ley de Pesca de 1991. Ésta tiene un artículo que describe el modelo de las AMERB”. El resultado, años después de estos experimentos iniciales, fue la implementación y puesta en marcha de cientos de AMERB a lo largo del país con más de 25.000 pescadores involucrados. “Estas áreas, que nosotros llamamos de co-manejo, fue un avance teórico y práctico extraordinario”, afirma.
Y añade enfático: “Yo quiero darle un aplauso enorme a los pescadores chilenos. Ellos tienen cultura marina, nosotros no. Somos ciegos al mar. Vemos la superficie, pero no vemos lo que hay debajo, ellos, en sus lugares de trabajo, sí lo ven. Yo me siento orgulloso de la cordillera de los Andes, es parte de mi cultura. Pero no se puede tener cultura de algo que no se ve. En Chile no tenemos programas escolares de educación marina. No solo le damos la espalda al mar, no lo consideramos como parte de nuestra cultura”.
El rol de la estación
La exclusión del ser humano en un área protegida fue clave para entender cómo interactúa el sistema al eliminar una de las variables en juego: los pescadores. Gracias a ello la Estación ha avanzado muchísimo en entender no solo qué ocurre con los recursos, sino con la ecología, con el ecosistema. “No solo aumentaron los locos y los erizos. Después de 12 años, empezaron a anidar las gaviotas”, cuenta el investigador.
Pero también observaron otro fenómeno: “Dentro de ECIM, de repente bajó la biodiversidad en los roqueríos, allí donde no hay intervención humana. ¿Por qué? Entonces ahí comenzamos a entender las interacciones biológicas directas e indirectas. ¡Eso es exactamente la ecología!. Cuando ingresamos a ECIM por primera vez había 0,05 locos por metro cuadrado. Cinco años después había en promedio 2 o 3 por metro cuadrado. Y los locos empezaron a comerse lo que se comen siempre, que en este caso son mitílidos (choritos). Y dentro de los choritos vive una enorme biodiversidad. Bueno, resulta que uno remueve al hombre del sistema y el loco aumenta su densidad y comienza a comerse a sus presas, eliminándola temporalmente del ecosistema. Y, en ese lugar, no hay nadie que se coma al loco”, explica.
Pero para entender estas dinámicas se necesitan décadas. Por eso el monitoreo continuo por más de 40 años que realiza la estación es algo único y tremendamente valioso. “De esta manera la ECIM se ha convertido, desde el punto de vista de la conservación marina, en un faro”, dice Juan Carlos Castilla.
El académico destaca el rol que ha tenido la estación en el desarrollo de la conservación marina, “y lo ha hecho donde vive la gente, que es el mayor desafío, no en un lugar perdido en el sur”, puntualiza. Asimismo Castilla releva la formación de estudiantes, la interdisciplina, la creación de un modelo de manejo pesquero artesanal único y la publicación de cientos de artículos científicos para difundir lo desarrollado.
También apunta al rol público. “Si yo quiero tener la exclusividad para hacer ciencia en una zona costera sin impactos humanos, me tengo que hacer cargo de eso, tengo que devolverle el conocimiento logrado a la comunidad”, dice y destaca la labor educativa que ha realizado la ECIM en los últimos diez años, relevando el trabajo de su sucesor, Sergio Navarrete y la profesora Miriam Fernández, especialmente a través del programa “Chile es mar”, que ha permitido que desde 2012 unos 3.500 niños por año en promedio conocieran los mini acuarios de ECIM y aprendieran del mar, iniciativa que debió parar durante la pandemia y que ha retomado pero con un ritmo menor. “Da pena que no hayan grandes proyectos que abran horizontes culturales marinos como este. Necesitamos un esfuerzo enorme para desarrollar una cultura marina en Chile”.
Asimismo releva el apoyo de la UC, de los rectores y decanos de la Facultad de Ciencias Biológicas, desde el inicio de la ECIM hasta la fecha. “Han sido extraordinarios, cómo nos han apoyado, porque se necesita esta confluencia de compromiso para darle continuidad a un proyecto como este, y de credibilidad mutua. Por eso es que esta es mi universidad, donde estudié, nací y me desarrollé como científico. El corazón no solo está puesto aquí en Las Cruces, sino que en la Universidad”, dice enfático.
“Profesor, ¿y cómo se imagina esta estación en diez años más?”, le pregunto. “Me la imagino quizá no creciendo mucho más. Más bien diría: tengo una buena infraestructura aquí… ¿qué quiero hacer con esa infraestructura? Yo creo que una de las cosas importantes es buscar los mecanismos para reafirmar aquellas líneas de investigación nuevas. Tratar de transformarse en un líder latinoamericano de conservación marina. Y también me la imagino más multisdisciplinaria, aunque en ello se ha avanzado mucho”.
Y se lanza con lo que realmente le hace brillar los ojos: “Me la imagino con mucha más educación marina. Me la imagino con un mini, mini acuario para niños, que anualmente pudieran visitar unos 3000-4000 niños y niñas, no solo a mirar y maravillarse con las especies marinas, sino que a tocar, aprender y experimentar. Y que lo hagan bajo un programa, con seguimiento en los colegios. En Chile eso no existe en este minuto. No es una cosa de grandes edificios, pero necesitas fondos permanentes. Ese es mi sueño: formar una cultura marina en Chile, comenzando con los niños y niñas de las escuelas”.