La coexistencia pacífica de las culturas
El proceso constituyente que se avecina obliga al país a iniciar una nueva etapa en las relaciones interculturales con los pueblos originarios. A su vez, el complejo momento que se vive en la Araucanía hace necesario retornar a los padres y madres fundadores del movimiento mapuche. Con origen en 1910 y refundado en 1981, ellos pusieron a la palabra y la política como la vía para conquistar los derechos colectivos. ¿Cuál debiera ser ahora la solución integral? Políticamente debemos inventar los mecanismos para lograrlo.
La imagen del concepto de autonomía como una moda o una coyuntura aislada se ha modificado en Chile en las últimas décadas. Cambiar la naturaleza excluyente del Estado por su formación original es uno de los desafíos emprendidos por sectores del movimiento mapuche, rapa nui y aymara. La definición de autonomía es polisémica y eso hace que sea complejo plantear cuál es el significado más aplicable para el caso mapuche. Es más factible hablar de “autonomías”, es decir, experiencias en las que cada pueblo pueda pactar con el Estado sus derechos colectivos.
En América Latina se han practicado a lo menos cuatro tipos de reconocimientos políticos por parte de los estados nacionales a los pueblos indígenas. De este concepto dependen sustantivamente las relaciones entre ambos, ya que aparece de manera central en las agendas de los movimientos; en específico, del mapuche. Estos últimos, por lo demás, son vistos como una amenaza por la clase política, que presupone de antemano que la integridad territorial y la soberanía estatal podrían estar en tensión.
Naciones preexistentes
La nueva constitución debería considerar a los pueblos originarios como naciones preexistentes en su dimensión específica como pueblos. Tres aspectos nos hacen distintos: para algunos pueblos originarios como el kaweskar, rapa nui o lafkenche, el mar ha sido su “territorio” y de él dependen sus tradiciones y costumbres. En ese sentido, el concepto que utilizan ellos es el de “maritorio”.
Los pueblos andinos, por su parte, continúan viendo en las tierras para el pastoreo y la agricultura su fuente de desarrollo. Han logrado algunos acuerdos de frontera y un trato directo con algunas empresas, en particular con las mineras. La experiencia latinoamericana ha mostrado que es factible con ellos un pacto vía Estado Plurinacional.
El caso mapuche es diferente, ya que en él se entrelaza la historia de la ocupación de la Araucanía en el siglo XIX, un movimiento que en la década de los 80, por sus relaciones internacionales y reflexiones propias propone la vía autonomista. No obstante, su proximidad al valle central del país dificulta una elaboración de ese carácter como tal vez se podría dar en Rapa Nui. Por ello, algunos líderes políticos de la provincia de Arauco, y también la Asociación de Municipalidades con Alcalde Mapuche (AMCAM), han planteado como camino político la plurinacionalidad. Si esto fuese factible, la pregunta sería: ¿Cómo crear un nuevo marco regulatorio en este contexto con ellos?
El partido mapuche Wallmapuwen levantó a principios de este siglo una propuesta de autonomía local que seguía al modelo catalán. Para ellos, los no mapuches deberían hacer uso del mapudungun y escoger a autoridades indígenas. Otros, como la organización Identidad Territorial Lafkenche, desde el municipio de Tirúa, han planteado la plurinacionalidad como una vía para mover el “cerco” en la conquista de los derechos colectivos.
Los datos elaborados por el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR), en su Estudio de Opinión Pública Pueblos Originarios y Nueva Constitución, en su segunda medición publicada en octubre de 2020, dan cuenta que un 95% de la población comparte la idea de un reconocimiento constitucional a los pueblos originarios, un 55% se muestra dispuesto a transitar a un estado multicultural. Sin embargo, un no despreciable 28% prefiere un solo estado nación. A su vez, un 55% declara a Chile multicultural y tan solo un 16% comparte la plurinacionalidad.
A pesar de lo difícil que se observan las relaciones interculturales y que los pueblos originarios tomen decisiones como sujetos de derechos, hay optimismo por parte de algunos sectores del movimiento mapuche. El proceso constituyente parece ser un buen momento, así lo observa el alcalde de Tirúa, Adolfo Millabur, para quien la plurinacionalidad es “una especie de convergencia para dialogar”. Permitiría, a través de un concepto “encontrarnos políticamente con el otro que no es mapuche y, a partir de ese punto de discusión, hablar” (Millabur, A.; 2020).
El uso de la violencia
Por su parte, la población no comparte el uso y ejercicio de la violencia como instrumento. Tal vez aquí radica la decisión que el movimiento mapuche debe tomar en consideración para un nuevo pacto. Con excepción de una encuesta de Libertad y Desarrollo de 1999, donde la violencia como instrumento de acción obtuvo apoyo, con el transitar de los años este ha ido descendiendo, tal como lo informa la Encuesta CEP del año 2006 y 2016 (Pairican, F.; 2008).
A ello debemos agregar que el ser indígena se ha modificado en el plano de lo político y social. Existe un mayor número de profesionales que conviven entre lo urbano y rural. Esto último sigue siendo parte de la autoidentificación. No obstante, si las políticas indígenas continúan concentrándose exclusivamente en la ruralidad, la situación continuará sin alcanzar una solución real. Así dan cuenta los datos de ELRI (Estudio Longitudinal de Relaciones Interculturales) en el año 2019. Según estos, existe un incremento de la autoidentificación indígena, lo que no significa en específico una pertenencia territorial, sino más bien una identidad continuamente recreada.
¿Qué hace falta para que un grupo de personas se sienta miembro de una nación? Un sentido de unidad social, cultural y política. No está de más volver a recordar a Eric Hobsbawm, cuando sostuvo que “el nacionalismo antecede a las naciones”. Para ello solo se hace necesario forjar una conciencia nacional.
Tal como llamó la atención Eric Hobsbawm: “El nacionalismo requiere creer demasiado en lo que es evidente que no es como se pretende” (Hobsbawm, E.; 2000). Esto último es lo que se ha ido radicalizando luego del crimen del matrimonio Lucshinger-Mackay, antecedido por la muerte de miembros del movimiento mapuche como Lemun, Catrileo y Collío: el nacionalismo étnico mapuche.
A estas alturas, lo que se inició como una defensa de la cultura, transitando a una disputa por autonomía, se fue volcando hacia el nuevo milenio como un proceso de liberación nacional. Eso no es extraño si lo ponemos en una dimensión global en que se desarrollaron nuevos tipos de conflictos que reunían en su seno al nacionalismo, la etnicidad y la religión: el conflicto en los Balcanes a principios de los años 90; la radicalización islámica luego del año 2001 y el ascenso de los movimientos indígenas
a nivel continental con la autodeterminación vía zapatismo; el control territorial propiciado por la Coordinadora Arauco-Malleco o bien la vía plurinacional desarrollada en Ecuador y Bolivia, mostraron la percepción de nuevos proyectos en un contexto de transición hacia un nuevo siglo. Si agregamos el marco de recesión económica percibido a principios del siglo XXI, las naciones respondieron maximizando la productividad a nivel global. A nivel local esto repercutió en la decisión de llevar adelante la Represa Hidroeléctrica Ralco. Ese contexto estructural fue en desmedro de las poblaciones indígenas, las que a nivel local comenzaron a sostener un nuevo tipo de “conquista”. Algunos intelectuales usaron el concepto de “multiculturalismo neoliberal” (Zapata: 2011; Antileo: 2020), que ha llevado adelante el incremento de la violencia del Estado y de los movimientos indígenas, en este caso mapuche.
Si bien la población no comparte el uso y ejercicio de la violencia, no deja de ser cierto que los últimos casos sucedidos en Arauco y Araucanía dan cuenta de una radicalización de la misma. “Según los datos recogidos por el CIIR, la violencia ejercida tanto por los agricultores como por los mapuches no es compartida por la población. Tan solo un 10% de los no indígenas y un 4% de los indígenas están de acuerdo con los ataques incendiarios”.
Instaurar el diálogo
¿Por qué volver a los padres y madres fundadores del movimiento? Surgido en 1910 y refundado en 1981, este puso la palabra y la política como la vía para conquistar los derechos colectivos. Sin embargo, la ausencia de respeto a la palabra, empeñada por los mandatarios chilenos en los acuerdos con el pueblo mapuche, hizo perder el rumbo. Así lo dijo el profesor y político Manuel Manquilef en 1915, al expresar que escribía para que leyeran “unas cuantas verdades bien amargas” (Manquilef, M.; 2006).
Penosamente, también fueron las palabras de uno de los últimos toqui del pueblo mapuche, Mañilwenü, quien en 1860 escribió una carta a Manuel Montt pidiéndole respetar los acuerdos firmados que ponían en el río Bío Bío una frontera entre ambos pueblos. Este líder lo llamó a “escuchar razones” (Pairican, F.; 2020). No respetar los parlamentos los llevaron a una escalada de violencia que no cesó hasta la ocupación de La Araucanía que, en algún sentido, es la que funda el actual desencuentro.
Los niveles de violencia están llegando a tal punto que es difícil de revertir sin una reforma política integral. La violencia política se ha instaurado y ninguna de las partes parece estar dispuesta a dejarla de lado. ¿Cómo hacerlo? La política y las experiencias internacionales pueden ayudar mucho (la vasca, la irlandesa o la afroamericana). Creo que es tiempo de crear una Comisión Política de alto nivel que visite las experiencias internacionales y que permita lograr un acuerdo con las naciones originarias. Estas, por su parte, deberán comprometerse a poner fin a la violencia. No obstante, no debemos dejar de considerar que la situación mundial, como da cuenta Kershaw en su último libro, el recrudecimiento de las identidades nacionales, una intensificación de ellas antes que un sentido de comunidad, han generado la crisis del multiculturalismo (Kershaw, I., 2020). Qué ejemplo es, sin duda, un machi que cae en torno a los terribles hechos sucedidos con un matrimonio de agricultores, por la incapacidad de resolver un tema político que comenzó con algo simple y tan complejo que se llama tierra.
Por ello, debemos volver al verso del Premio Nacional Elicura Chihuailaf: “¿Cuánto conoce usted de nosotros? ¿Cuánto reconoce en usted de nosotros? ¿Cuánto sabe de los orígenes, las causas de los conflictos de nuestro Pueblo frente al Estado nacional? (…) ¡Nos conocemos tan poco!”, exclama nuestro poeta en su Recado Confidencial. La paradoja implícita es esa, dijo Chihuailaf en un lejano 1999: si no nos conocemos es muy difícil la “coexistencia de nuestras culturas, de nuestros pueblos”.
Creo que es momento de abrirnos a una nueva etapa de las relaciones interculturales con los pueblos originarios. Políticamente debemos inventar los mecanismos para lograrlo. ¿Cuál debería ser el camino para buscar una solución integral? A mi juicio, en el proceso constituyente que se avecina está la respuesta.
Leer columna rector Ignacio Sánchez “Pueblos originario y la Constitución”