Una oportunidad para Chile
¿Cuánto cambiará y cuánto se preservará de nuestros actuales cimientos jurídicos en la próxima Carta Fundamental? El nuevo texto es una realidad buscada hoy por la generalidad de la ciudadanía. Con todo, ¿la aprovecharemos como una ocasión para combinar con sabiduría los aires frescos que traen las nuevas generaciones, con la evolución de 200 años plasmada en la mayoría de los preceptos de nuestro actual Código Supremo? ¿Va a legar el proceso constituyente la fraternidad cívica perdida o agudizará las disputas y eternizará las revanchas?
*Este artículo es parte del número 163 de Revista Universitaria, "Chile se constituye".
La nueva Constitución está muy cerca. A poco de la elección e instalación de la Convención Constitucional que dispondrá de máximo un año para proponer su texto a la ciudadanía, solo eventos muy inesperados podrían evitar el cierre del ciclo de 40 años que cumplirá entonces la Ley Suprema de 1980 y el advenimiento de la nueva Ley Máxima.
¿Cuánto cambiarán y cuánto se preservarán nuestros actuales cimientos jurídicos en el próximo documento magno? La nueva Carta Magna es una realidad buscada hoy por la generalidad de la ciudadanía. Con todo, ¿la aprovecharemos como una oportunidad para combinar con sabiduría los aires frescos que traen las nuevas generaciones, con la evolución de 200 años plasmada en la mayoría de los preceptos de nuestro actual Código Supremo? ¿Va a legar el proceso constituyente la fraternidad cívica perdida o agudizará las disputas y eternizará las revanchas?
Hay aquí cuatro reflexiones para iluminar la ruta a un resultado virtuoso y no decepcionante en este caminar jurídico que se ha dado en Chile.
El apoyo ciudadano a la solución constitucional es políticamente oscilante
La convocatoria a una nueva Constitución es una idea que tiene más de 15 años en Chile, pero hasta 2019 no había gozado de apoyo estable. Si se desatiende este antecedente podríamos incurrir en dos errores: primero, creer que las insatisfacciones del ciudadano tienen una causa única o preferentemente jurídica –la Carta de 1980– por lo que removida esta, llegarán las soluciones de forma que hoy le son esquivas. Y el segundo, que el nuevo orden traerá automáticamente un respaldo ciudadano mayoritario y más estable que el que recibe el actual marco constitucional. Ambas son peligrosos reduccionismos cercanos a la mera consigna.
Para entender esto, pensemos que hace tan solo once años, en 2009, dos candidatos presidenciales disputaron a segunda vuelta electoral. Uno de ellos propuso una nueva Constitución; el otro no. Triunfó ampliamente quien no promovió innovar las bases constitucionales. En 2013, llegó a la Moneda con amplia mayoría una presidenta de la República que, por el contrario, sí colocó una nueva Carta Fundamental como eje de su programa. Convocó a un proceso constituyente, a cabildos regionales y a encuentros locales autoconvocados, todos mecanismos de participación inéditos en Chile. El llamado presidencial, sin embargo, fue perdiendo fuerza política y hacia 2016 ya no era prioridad en las encuestas ni en el Congreso. El proyecto de una nueva Carta Fundamental se envió al Congreso solo unos pocos días antes de cesar aquel mandato, concitando un tibio respaldo político.
Pero más interesante aún, en 2017 la segunda vueltanpresidencial volvió a enfrentar a dos candidatos opuestos en su llamado constitucional: uno buscando una nueva Carta Magna y el otro solo una reforma al texto de 1980. Nuevamente triunfó este último, el actual jefe de Estado, quien hasta octubre de 2019 no había enviado al Congreso aún un proyecto de reforma, algo consistente con el ambiente escasamente constitucionalizado que reinaba a la sazón, con algunas excepciones.
Octubre de 2019 cambió todo. Empero, los días inmediatamente siguientes al tan citado día 18 no reflejaron en absoluto una prioridad constitucional en el descontento. No existían alusiones espontáneas en las protestas y acciones violentas de aquel momento a un llamado tal. Pero con el correr de los días, gran parte de la ciudadanía adhirió crecientemente a esta respuesta: Chile necesitaría una nueva Constitución como solución, o parte de la solución, al masivo malestar reinante en las calles.
Llegamos así entonces al plebiscito en que se optó con amplia mayoría por esta nueva era. ¿Estamos en el llamado “momento constitucional”, en palabras del profesor norteamericano Bruce Ackerman? ¿O el 78% del plebiscito de octubre es solo una fotografía de un momento político determinado, de imprevisible estabilidad?
Entender que el apoyo ciudadano es cambiante, que las personas desconocen mayoritariamente la Constitución y sus contenidos, y que esperan, como prioridad, la solución de sus problemas y realización de sus aspiraciones en un clima de prosperidad y democracia, es fundamental para no equivocar el intento de una mejor Constitución. Toda ideologización excesiva del nuevo texto, todo revanchismo político, toda transformación de las consignas en textos jurídicos sin comprender previamente la mecánica técnica de un precepto, su jurisprudencia y sus efectos jurídicos, nos llevará por el camino equivocado.
No es el lugar de las políticas públicas
Una segunda clave para un nacimiento fecundo del nuevo texto es comprender la naturaleza genérica, perdurable, mayoritaria y fuertemente consensuada de toda carta magna. Se trata de una norma suprema que organiza las bases del Estado, atribuye las potestades públicas superiores a órganos diferenciados, reconoce y garantiza derechos individuales y provee mecanismospara asegurarlos. La Ley Máxima, en fin, divide el poder, limita al Estado y lo somete a principios básicos que orientarán en la búsqueda del bien común.
Siendo esta su esencia, la Carta Magna no es ni puede convertirse en un programa político, en un paquete detallado de políticas públicas –esencialmente transitorias– ni nada semejante, ámbitos propios de la legislación común o de la “política ordinaria”, siguiendo al mismo Ackermann. Equivocar estos planos –esto es, constitucionalizar cada buena idea que propone la política– llevará a rigidizar las legítimas opciones que el pueblo y sus representantes democráticos irán adoptando en el largo tiempo que se espera rija el futuro orden constitucional.
No ha sido fácil insertar esta precisión en el debate público. En un país que ya se encuentra densamente legislado en todas las áreas, muchas de las expectativas concretas que abrigan los electores para el proceso podrían obtenerse o promoverse mediante leyes. La retórica de la nueva Constitución, empero, viene intensamente acompañada con una inculpación a la actual: sería esta el obstáculo para un mejor país, mientras la nueva traería cambios concretos que sobrevendrían para el ciudadano común en el disfrute de sus derechos sociales. Esto, lo sabemos, no lo puede necesariamente garantizar una Carta Magna sin adecuadas políticas públicas, entorno económico y fiscal suficiente y consensos políticos acordes. El texto reconocerá estos derechos, pero ello no basta.
Con una mirada opuesta, existe en la literatura la corriente del llamado “constitucionalismo transformador”. Autores como Armin Von Bogdandy o Upendra Baxi recogen o sistematizan esta línea, que propone usar la Constitución para un fin distinto: transformar las estructuras sociales y públicas y convertirlas en un instrumento de redistribución del ingreso. Esta propuesta ha tenido cierta recepción en ejemplos aislados y poco exitosos de América Latina, pero es ajena a la tradición política y jurídica de Chile. Confiamos que la próxima Carta, aún con los cambios que la sociedad chilena está experimentando, no se sumará a una mirada de este signo, que con objetivos nobles –Estado de Derecho– tiende sin embargo a negar, por la vía de la excesiva colectivización de la sociedad, los principios básicos del constitucionalismo liberal, con los derechos y libertades innatos de la persona.
Balance entre evolución y revisión
La Constitución de 1980 ha sido reformada 52 veces, y en cada una de esas oportunidades se introdujeron varias enmiendas. En 1989 fueron 54, en 2005 fueron 58. Además y paradojalmente, en los últimos 15 años valiosas reformas la han modernizado en todos los aspectos, desde la llegada del principio de probidad y transparencia (2005), la obligación de autoridades públicas de declarar su patrimonio (2010) y rendir cuenta, el fortalecimiento constitucional del Servel para fiscalizar el financiamiento de la política, pasando por nuevos derechos como la gratuidad del kínder obligatorio (2007); la Corte Penal Internacional (2009); el derecho a la protección de los datos personales (2018) y hasta temas geopolíticos como el estatus de Isla de Pascua y Juan Fernández (2007) como territorios protegidos especiales, entre muchos otros cambios.
Así, hasta los menos entusiastas de ella saben que la actual Carta Suprema acompañó a Chile en las tres décadas transcurridas entre 1990 y 2010, que es el período de mayor progreso objetivo de su población en toda la historia. Por tanto, ¿qué haremos con el actual andamiaje constitucional?
La literatura y la experiencia comparada demuestran que un zarpe violento que niegue la evolución y la tradición constitucional y republicana de Chile hará fracasar la nueva etapa. Tal como la actual Ley Básica, pese a su hoy criticado sello propio, siguió imperceptiblemente muchas herencias técnicas acertadas de aquella de 1925, especialmente después de 1989 y 2005, la nueva era debe recoger todo el impulso de las amplias mayorías que buscan redefinir el orden constitucional, pero al hacerlo, tiene que asimismo construir sobre los principios, instituciones, derechos y mecanismos asentados y exitosos que lega la historia constitucional de Chile.
Bajar las expectativas y ceder al reencuentro
Pese a las preguntas abiertas en el proceso, la nueva Constitución llega como una oportunidad política: construir o recobrar un amplio consenso político y ciudadano en torno a una Carta Fundamental y reponer la fraternidad quebrada. Es muy difícil que una democracia pueda desarrollarse establemente sin ese consenso mínimo, básico, amplio, sólido y estable, reservado a la Ley Suprema. El cuórum de 2/3 de aprobación en la Convención representa esa exigencia de amplitud, proyectado tanto sobre lo que debe estar y lo que no debe estar en ella.
El arte del proceso será, por consiguiente, identificar esas bases, describirlas jurídicamente y obtener su perdurable vigencia. Para ello, el actual ambiente excesivamente ideologizado debe cambiar y entrar con generosidad a una etapa de cesiones. Se observan sectores que llegan ansiosos por adscribir al Estado a idearios contingentes propios de la política legislativa, en la misma Constitución. Ello sería un error que anticiparía corta vida al esfuerzo constitucional.
Con todo, la actual Carta refleja en algunas de sus normas aprendizajes históricos, algunos dolorosos, que no pueden omitirse. Así ocurre, por ejemplo, con el estatuto de la ley de presupuestos –herencia de la Guerra Civil de 1891– o el estatuto de garantías ante la expropiación, herencia de las convulsiones de comienzos de la década de 1970. Otro tanto ocurre con los preceptos que profundizan en la responsabilidad del Estado y su control democrático. La Convención debe atender a nuestra historia y aprendizajes, preservándolos y no olvidándolos.
La tarea para la futura Constitución se ve compleja, pero no inalcanzable. Lo lograron Alemania, España e Italia en la Postguerra; Estados Unidos luego de su Guerra Civil del siglo XIX, todos ejemplos de orgullosos consensos ciudadanos en normas excepcionalmente estables. Chile, como ejemplo latinoamericano en tantas materias, está llamado a serlo también en esta.
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